viernes, 14 de noviembre de 2014

EL TROVADOR ANDANTE

La miraba todas las mañanas tomar el camión, escondiendo su presencia tras el árbol que adornaba la ventana de su habitación. Los miércoles ella llevaba un vestido blanco con flores, haciendo honor al día más primaveral de la semana. Aquel magistral vestido hacía resaltar su piel morena, sus ojos café claro que, a los rayos del sol, se tornaban entre café amielado y verdes. Su cintura se amoldaba perfectamente al torso y las manos de él, aunque nunca la hubiese tocado, lo sabía, como quien puede saber que está enamorado.
Todas las mañanas, como cuando se huele a tierra mojada y se presagia una fresca lluvia, su aroma lo animaba a levantarse, sabiendo que entre los próximos minutos ella aparecería tras aquel guamúchil, que tomaría su mochila para alistar su credencial  y su transvale, y que desaparecería tras aquel Mercedes estilo limosina con chofer personalizado.
Al levantarse tomaba su guitarra, afinaba las cuerdas, conectaba su sonido y micrófono y, sin percatarse, sonreía al respirar la cercana presencia de su ángel primaveral.
Él había ya compuesto varias canciones que, secretamente, sin exponer mucha información, para mantener el misterio, tocaba prodigiosamente, contando el tiempo en que tardaba la limosina, para que con las palabras precisas sembrara en ella dudas, anhelos, y de vez en cuando, robarle suspiros.
Tiempo trascurrido se levantó asustado por una despiadada pesadilla. Soñó que su amada había fallado a la cita matinal tras el guamúchil.  No se equivocaba del todo. Esa mañana ella no se presentó, aunque se sentía incompleto, tuvo miedo. Por fin ese día se atrevería a cantarle a pecho abierto, la historia de los dos, aún tras la ventana, pero iba a cantarle a ella sin ataduras ni secretos.
Sin perder su ilusión por su actual veracidad y valor por cantarle, se decidió tomar el mismo camión que ella, cuadras antes, para sorprenderla, con algunas canciones que ella ya bien conocía y fulminar aquel misterio con su última creación musical.
Al siguiente día, emocionado por el próximo acontecimiento sin precedencias que viviría, empezó a entonar algunas canciones, el público aceptó favorablemente sus obras. Al llegar a la parada, enfrente de su casa, su corazón parecía un bongó al ritmo de su guitarra, un poco acelerado. La voz, y su alma, se quebró en el tono más alto de uno de sus hits. Ella no estaba, no había tomado el bus.
Sin dar pie a su lucha, prosiguió cantando en el mismo camión, pero su suerte no cambiaba. Tras una semana completa, la gente se había ya enfadado de las canciones que iban en decadencia emocional.   Una noche sin luna y taciturno cielo, sintió respirar el olor de su dama y, sin saber lo que hacía, corrió entre las aceras y los callejones, con su guitarra en la espalda. A cada segundo que pasaba se sentía más cerca de ella, tras horas de agitada corrida, decidió parar. Miró a todos lados, había perdido el rastro. Pasó la noche tras un árbol de algún extraño parque.
Desde entonces vaga por la ciudad intentando encontrarla, bastantes veces cree verla en alguna parada de camión, tras algún árbol o simplemente de espaldas caminando. Un día, sin esperarlo, la miró de espaldas, con su hermoso vestido con más color y vida que nunca. Sin pensarlo colocó su guitarra tras su espalda, caminó hacía ella, su corazón latía despavorido, respiraba raudamente, y, sin pensarlo, detrás de ella, la tomó de la cintura. Ella sonrío, aún sin voltearse.    

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