Como la insoportable nota de un violín desafinado, mi
existencia agoniza. Mi moral desprende un vaho insoportable, este olor fétido
se impregna en mis venas y mi piel la vaporiza en mi entorno. No hay lugar al
que vaya y no desprecie mi existencia. Sobrevivo con los desazones que la vida
me trae en bandejas de plata. No soporto mi cueva tan solitaria y taciturna, ni
la calle, ni los parques. Pero necesito de ellas para odiarme a mí mismo y
luchar contra mí mismo para no morir sin vivir. Aun no sé qué es vivir, yo sólo
camino e intento saborear lo que veo, pero no veo nada. Solo lo mismo de ayer
con el mismo clima y con la misma gente. El pasto del parque sigue siendo el
mismo al igual que los juegos y los niños que los utilizan, las mismas sonrisas
y los mismo regaños de los padres. Son los mismos camiones, uno tras otro, sin
parar. Son los mismo enamorados regalándoles muerte a sus amadas y ellas son
las mismas amadas que todo lo soportan, quizá sin saberlo. No se ve nada nuevo.
Quizá, y lo único que jamás se repite y me ayuda a sobrevivir, es el hermoso
canto de los pájaros. He estado aquí, en este parque, más del tiempo que
cualquiera pueda estarlo y jamás estas hermosas criaturas han de repetirlo
nada, se dejan guiar por el leve sonido de la sinfonía más hermosa, la
naturaleza soportando a la ciudad vacía. Cuando todo a su alrededor calla, en
domingo, en especial. Cuando los camiones pasan menos seguido, cuando los
carros no están, cuando los niños prefieren la web y no el oxígeno puro o la
libertad. Cuando las hormigas van de campo con su familia, cuando los pájaros
sonríen y se cuentan lo mejor de la semana. Cuando todo, en este diminuto
parque, se vuelve bohemio. Cuando el aire baila con gran cadencia entre las
ramas de los guayabos y los guamúchiles. Cuando la palomas recogen el bufete
grandioso de esta semana. Cuando todo, sin querer, es perfecto. Y aunque creo
que esto tampoco es vivir, sobrevivo estos instantes, de catarsis bohémica, con
gran delicia y deseo.
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